Ancares, un mundo de olvidadas sensaciones

por Pedro de LLano

Al alba. Cuando la luz comienza a asomarse tras las cumbres de los Ancares. Cuando la niebla que cubre los silenciosos bosques empieza a despejarse convirtiéndose en un mar de algodón que parece extenderse en busca del mar, los nacientes sonidos de un nuevo día rompen, una vez más, la extraña sensación de haber podido “escuchar” el silencio. A lo lejos canta un gallo, ladra un perro y las vacas comienzan a salir empujándose por la puerta del establo. Los cencerros suenan musicalmente en medio de la nada, mientras, dirigidas por su dueña, bajan el camino, perdiéndose en la bruma que desvanece las formas del paisaje, camino de las pendientes superficies verdes en las que pastarán hasta llegada la noche. Las pequeñas aldeas, Vilarello, Piornedo, Pando, Poso, Robledo, Moreira… comienzan, así, la rutina de una nueva jornada.

En el interior de la palloza alguien empieza a moverse. En la total oscuridad del interior, se escucha el rumor de unos pasos. Crujen las bisagras de alguna puerta, y los primeros rayos del sol rompen la negrura de la noche mientras el polvo parece flotar en su luz. La completa opacidad del interior parece ahora inundarse de una frágil claridad. Junto a la lumbre, donde aún duermen los perros entre apagados ronquidos, una mujer inicia la preparación del desayuno y la vivienda empieza a recobrar la vida. Las gallinas revolotean en la barra. Los niños se desperezan en una atmósfera que se va llenando de humo entre las inconfundibles sensaciones de unos ancestrales olores: hierba seca, ganado, estiércol…, permanente ligados a sus vidas.

Poco a poco comienzan a escucharse voces en el exterior… El motor de un tractor rompe por fin el sosiego, y abre un nuevo tiempo de trabajo.

Mientras, el forastero emprende una nueva caminata por la sierra. Desde el valle, cruzando rápidos y ruidosos torrentes, que discurren entre grandes peñascos erosionados por su constante movimiento, sube hacia las cumbres serpenteando por sendas de fuertes pendientes, por las que un día accedieron a los pastos de verano los conductores de rebaños. Junto a él, quedan circulares colmenas, orientadas al mediodía, en las que se escucha el permanente zumbido de las abejas. A medida que el camino asciende la montaña, el valle va apartándose permitiendo la contemplación de todo su contorno. Los soutos de castaños, que parecen proteger pequeños lugares de los que tan solo se perciben grandes cubiertas de paja emergiendo, junto a los viejos tejos, entre planos de losas que brillan bajo el sol. Aldeas a veces deshabitadas y tan solo recordadas por algún vecino alejado por la emigración. Las grandes searas. Las tierras de labranza. Prados de insólita topografía en los que, en el verano, un exuberante manto de hierba parece cubrirse de flores, para ser recorridos por las vacas que pastan en ellos con su habitual aspecto cansado y somnoliento. Allá abajo, en un lejano fondo de la ladera, frondosas bandas de sauces, alisos, fresnos, arces… acompañan algún pequeño río en su discurrir desde la cima de la montaña.

A medida que la cumbre va estando más próxima, poco a poco, los sonidos de la vida van de nuevo alejándose, hasta desaparecer. Allí, en los fronterizos lugares de la sierra, entre campas utilizadas para el pastoreo, brezos y retamas, subido en lo alto de un peñasco –en un mediodía de verano en que los rayos del sol reverberan sobre la roca y parece que se pudiese escuchar la voz del vacío-, una leve brisa nos hace sentir el fluir del tiempo y parece recordarnos que aquella montaña y el planeta en el que se integra continúa su eterno movimiento. Observando los remotos horizontes entre una refulgente luz y un inmenso silencio, aquella pequeña “cima del mundo” puede ofrecernos la más grande impresión de armonía y hacernos sentir unas irresistibles ganas de gritar con la sensación de que nuestra voz será escuchada en todo el cosmos. En la cumbre de la montaña, el mundo circundante aparece como una entidad única llena de equilibrio y de paz. La vida está allí extendiéndose al universo entero.

Más tarde, en el descenso, un enorme y hermoso bosque. Nuestro bosque mágico. Allí donde la fauna y la flora mantienen aún su plenitud en un medio natural completamente virgen. Donde habitan el jabalí, el corzo, el zorro, el lobo… y dicen que, a veces, el oso, que cruza la sierra desde los viejos bosques de Oscos. Donde, en un mágico sotobosque, un día habitaron los míticos y ya casi desaparecidos urogallos. Es, la suya, una superficie cubierta de hojas de roble y de helechos entre los que brotan gastadas rocas cubiertas de musgo en las que uno no puede evitar la tentación de tumbarse en la soledad. El deseo de soñar bajo el encaje de luz y sombras generado por la fragmentada e imprecisa presencia del sol buscando su camino a través de las hojas. De escuchar el cantar de mil pájaros, el murmullo del viento en las copas de los árboles, el zumbido de las avispas, el vuelo de una perdiz… conformando un nuevo remolino de sensaciones.

Cuando la tarde ya va avanzada, en el valle resuenan, de nuevo, las voces de los campesinos. Hombres y mujeres se apresuran en la recogida de una hierba que llena con su olor las tierras bajas de los Ancares. Piden, como siempre, que dure el sol. Que no llegue la tormenta. Siegan la hierba, la esparcen, la secan, la cargan, la trasladan y la almacenan en una agitada actividad que no terminará hasta que, tal vez, bajo las primeras y fuertes gotas de un aguacero, el alimento que permitirá el mantenimiento del ganado durante el duro invierno se encuentre a salvo.

Al caer el día, la naturaleza recupera de nuevo su silencio. Ahora, al atardecer, las montañas se tiñen con una luz dorada que, poco a poco se va diluyendo en la oscuridad. Todo acaba donde comenzó.

Mientras, de vuelta a la oscuridad de la morada, se encienden tímidas luces al tiempo que aún se escuchan voces de gente que vuelve del trabajo, la bóveda del firmamento comienza a llenarse con lo que, para alguien llegado de otro medio, parece un número inimaginable de estrellas. Estamos, nuevamente, en el mundo de la sombra y sus enigmas.

Durante muchos siglos, las pallozas, oscurecidas por años y años por el humo de una lumbre siempre encendida, volvieron reiteradamente a acoger a sus moradores en aquel mundo interior en el que, en los largos meses de invierno, mientras ululaba el viento, y la nieve, contumaz y pegajosa, se arrastraba formando remolinos hasta inundar el paisaje en medio de un grave silencio, sus habitantes continuaban su rigorosa vida. ¡Qué largos eran aquellos inviernos! ¡Qué alegría, a su fin, escuchar el canto del cuco en un mar de mimosas en flor, cuando la hierba crece día a día, y vuelve a anunciar la vuelta de la vida…!

Cuando se trata de recrear un paisaje emocional y su recuerdo, uno siempre siente que es mucho, muchísimo lo que queda por expresar en cuanto a la inmensa y única experiencia del mundo de los sentidos. Mientras pretéritos modos de vida van siendo extinguidos por una nueva civilización, cuando viejas cubiertas vencidas, bisagras desencajadas, maderas podridas y zarzas cubriendo puertas y ventanas vuelven a provocarnos una infinita sensación de tristeza, en los Ancares aún reina el más elemental orden del mundo.